El País de la Mitad, una lectura necesaria

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Por: Camila Corral Escudero*

Superado ya el tiempo en el que se creía que del periodismo es el dominio de la objetividad y que esta es sinónimo de honestidad; que se puede dar cuenta de los hechos o procesos históricos eludiendo el tamiz personal, sabemos ya que a los seres humanos, y aún más a esos actores sociales y políticos llamados periodistas, «la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos», como diría el escritor argentino Tomás Eloy Martínez.

Para Rodrigo Aguilar y sus lectores, la realidad e historia de este pequeño gran país que nos contiene y nos ha hecho existir se ha presentado, más que como un relato mágicorrealista, como un culebrón político que angustia más de lo que entretiene y que gira siempre en torno, parafraseando a Rodrigo, a «la enfermedad crónica» que aqueja al Ecuador: la del engaño, el olvido, el desencanto endémico y la desidia popular.

Los entramados narrativos, líneas argumentales, puntos de giro, clímax y aparentes desenlaces de los capítulos entre los años de 1995 y 2008 fueron capturados, al mismo tiempo que sucedían, con responsabilidad, estilo y humor por Aguilar en diferentes medios de la prensa local como el diario El Mercurio, las revistas CántaroEl Observador, Qué Nota de Cuenca y el diario Portada de Azogues.

Hoy, ese recorrido desde la historia hacia los medios y ahora en forma de libro se ofrece a los lectores de El País de la Mitad como una alternativa para entrar al archivo de la memoria, de la historia del Ecuador, y como un material necesario para desvelar los hilos y las narrativas del poder que operaron y aún hoy operan en nuestra vida diaria, y que son el comienzo y el final de los procesos de transformación que tanto nos urgen como sociedad. 

En agosto de 1995, Rodrigo escribía en su artículo «Telenovelas y apagones»:

«Ciento setenta y cinco años de turbulenta vida republicana, de periódicas disminuciones territoriales acontecidas bajo presiones militares o tentaciones económicas, de revoluciones no consumadas o atrevidamente bautizadas con ese apelativo, y de constante propensión al caos gubernamental y social, no han logrado proporcionarnos una estabilidad democrática plena y confiable. Existimos y, muy de vez en cuando, hasta vivimos, en el país de las utopías; mas no de aquellas utopías formadas por ideales y teorías con los que pueblos enteros se han visto predispuestos al sacrificio y al riesgo de desaparecer de los mapas, sino de esas que navegan la incertidumbre bajo la bandera en hilachas de la esperanza. Esperamos, aunque casi siempre desesperamos, porque el lodo sigue reproduciéndose, sigue invadiéndonos y un día de estos, entre tanta inmundicia, ya no nos será posible salir de nuestros hogares o covachas en busca del alimento cotidiano».

Existimos y, muy de vez en cuando, hasta vivimos, en el país de las utopías. Esperamos, aunque casi siempre desesperamos, porque el lodo sigue reproduciéndose, sigue invadiéndonos y un día de estos, entre tanta inmundicia, ya no nos será posible salir en busca del alimento cotidiano.

Aunque hoy tendríamos que actualizar la cifra, 25 años han pasado desde la publicación de esas letras, en las nuevas temporadas de la «telenovela de producción nacional», que podría fácilmente titularse con nuestro leit-motif por excelencia: «Último día de despotismo, y primero de lo mismo» poco han cambiado nuestras circunstancias y los rasgos, mañas, matices psicológicos, incluso los nombres de sus protagonistas: personajes como Bucaram nos siguen «arrancando la vida» con sus espectaculares actuaciones, que parecerían salidas de la desesperación de algún guionista a quien han obligado a extender la vida de alguna «otrora estrella» para no perder el rating —cómo más si no podríamos explicarnos la última aparición de Dahik en la política nacional, por ejemplo—…

Son ellos de quienes se ocupan los textos potentes y breves con los que Aguilar va enlazando las claves para desmontar las estrategias de dominación que se enredan tras la cortina del poder en el Ecuador: del terrorismo de estado de los años 80, pasando por el periodo de mayor inestabilidad política del país (3 presidentes depuestos en menos de 10 años con sus respectivas puñaladas traperas en Carondelet); del presidente que entonando las canciones de los Iracundos se burló de todos y sacó nuestro dinero en bolsas de basura, hasta llegar al escenario de hoy — que podemos conectar gracias a la relectura de los ensayos a propósito de la edición de este libro— en el que un candidato cantante ha dejado precisamente iracundo al sector cultural del país tras su paso como ministro de uno de los gobiernos más nefastos de la línea imaginaria que pisamos.

Intrusionismo extranjero, atentados a la soberanía, fondos reservados, dolarización, migración forzada, xenofobia, promesas esperanzadoras de transformación que hoy parecen sepultadas bajo escándalos de corrupción y traiciones, entre otros episodios tragicómicos, aparecen en este compendio de los trabajos de Aguilar que mediante sesudas, entretenidas y pedagógicas analogías que han superado perfectamente las distancias culturales y cronológicas, nos invitan a aprender las lecciones de la historia.

Pero no solo los tejes y manejes de la política han preocupado al comprometido defensor de la democracia, ese ideal siempre frágil y bajo sospecha, que no es alcanzable sino con la construcción colectiva y el combate perenne por una vida más digna y menos injusta para todas y todos. Asuntos cruciales para la cultura e identidad de los ecuatorianos también pueblan las páginas del País de la Mitad, ejemplo de ellos son las líneas que dedica a la lucha social por los derechos de la población LGTBIQ que encabezó Cuenca y devino en la despenalización de la homosexualidad en 1997; a la figura de Nela Martínez y su enorme aporte a la educación y militancia de izquierdas de nuestro país; al papel de la mujer en la sociedad, a la migración y sus terribles consecuencias sociales, entre otras cuestiones tratadas con una profunda capacidad reflexiva y crítica.

El tiempo ha pasado y aunque los protagonistas y el estado del país siguen siendo más o menos los mismos, lo que sí ha cambiado, y Rodrigo Aguilar supo anticipar, es la forma en la que percibimos la realidad y consumimos la información.

El tiempo ha pasado y aunque, como señalamos, los protagonistas y el estado del país siguen siendo más o menos los mismos, lo que sí ha cambiado, y Rodrigo Aguilar supo anticipar, es la forma en la que percibimos la realidad y consumimos la información. En la era de la posverdad, la ética periodística, la contrastación de los hechos y el rigor yacen como reliquias olvidadas

Por eso, el presente que nos toca vivir pide a gritos materiales como el que nos convoca hoy para contener los debates que podrían iluminar un poco la incertidumbre de habitar este áspero y cambiante mundo y servir como una suerte de hoja de ruta de los errores a evadir; enhorabuena a Rodrigo y a la editorial La Caída por este País de la mitad, un afortunado ejercicio de pensamiento independiente, lúcido y revelador con el que ha logrado capturar el espíritu de la cultura, política e identidad del Ecuador de hasta hace unos años.

(Tomado del portal digital Voces Azuayas: https://vocesazuayas.com/el-pais-de-la-mitad-una-lectura-necesaria/)

* Editora, redactora y correctora especializada en cultura.

Rodrigo Aguilar: El País de la Mitad

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Un cuarto de siglo separa en el tiempo los hechos narrados y expuestos en esta recopilación de crónicas, artículos y ensayos sobre la convulsa realidad social y política del Ecuador de esos años, de su publicación por parte de Rodrigo Aguilar Orejuela, quien presenta al público lector éste su nuevo libro con el título de El País de la Mitad.

Por curioso que resulte, o por normal que parezca, los nombres y apellidos de los políticos que hacían y deshacían con el Estado en esos años, son los mismos que tres décadas después persisten en el intento adictivo de seguir desgobernándonos.

Eran los lejanos días en que los nombres y apellidos de afamados políticos con trecho extenso ya recorrido, verdes, rojos, naranjas, amarillos y sus respectivas mezclas, eran parte de la vida cotidiana de los ecuatorianos, sobre todo a través de los poderosos medios de información como los canales de televisión y los diarios nacionales, regionales y locales, incluidas, por supuesto, también las influyentes radioemisoras.

Entre los escándalos del gobierno de Sixto Durán Ballén, a mediados de los años noventa, hasta la llegada de Rafael Correa al poder hacia finales de la primera década de esta centuria, hay un lapso aproximado de 13 a 15 años, en los que se precipitó sobre el país una serie de hechos concatenados entre sí, tanto como lo estaban sus protagonistas y causantes políticos, hasta hacernos tocar fondo como nación y como sociedad.

COMENTARIOS ACERCA DE EL PAÍS DE LA MITAD

Publicado por el sello editorial La Caída, este libro de más de 300 páginas es, según el comunicólogo mexicano Víctor Polanco Frías, «una obra que, por su contenido, está llamada a posicionarse como una importante clave de apropiación, comprensión y lectura del pasado reciente en el Ecuador, entre la crisis política de mediados de los años noventa (cuyo momento más crítico estuvo signado por el congelamiento bancario, la dolarización y el éxodo derivado) y el arribo de Rafael Correa al poder, en 2007; por su forma, en modelo e inspiración para las nuevas generaciones de analistas y periodistas; y por su fuerza política y social, en el testimonio del ejercicio de una ciudadanía responsable y comprometida con su comunidad y con su tiempo.»

Víctor Polanco F.

Polanco destaca que, en cada uno de sus escritos, «Aguilar literalmente camina sobre la cuerda floja, pues en un acto de equilibrio supremo, consigue tomar la distancia necesaria para meditar con respecto a los orígenes, implicaciones, significados y posibles consecuencias de los asuntos que aborda; sin dejar jamás de lado la sangre, la pasión y la conmoción que le han generado a él y a sus conciudadanos». El estratega mexicano llama a estos textos «memoria viva y palpitante, escritos concisos y ágiles, que nos permiten volver a hacer contacto con un periodo que temporalmente se ha ido, pero que continúa perfilando la fisonomía del Ecuador y el mundo aun en estos tiempos de pandemia.»

Lorena Escudero

Para Lorena Escudero, catedrática cuencana, ex Ministra de Defensa, la obra es «una cartografía de esperanzas y desesperanzas en la búsqueda de un Ecuador menos imaginario y más vivible». «El autor apela —dice —a la construcción de una cultura política más reflexiva y crítica, que recupere la historia y nos permita algún día ser más valientes, consecuentes, y equivocarnos menos.»

Patricio Mery Bell

El periodista chileno Patricio Mery Bell, estima que El País de la Mitad es «un trabajo extenuante y exhaustivo, sin velos, que narra en primera persona la historia contemporánea del realismo mágico ecuatoriano. Texto valiente que llega hasta sus manos, para ser devorado por hombres y mujeres intrépidos que saben que en el pasado está el secreto para saber cómo se moverán las fichas del tablero de ajedrez del destino del Ecuador.»

En palabras del escritor lojano Martín Cadés, esta publicación «es el descubrimiento de una diacronía, un libro que puede llevarnos a retramar las cosas, a la retrotopía, a la inevitable pregunta. La chocante frescura de estos textos y su valiosa información permiten que el lector perviva para un debate tan urgente como necesario.»

ACERCA DEL AUTOR

Rodrigo Aguilar Orejuela (Esmeraldas, 1970). Escritor, negro literario, periodista, editor y bloguero. Ha ejercido el periodismo de opinión e informativo durante más de un cuarto de siglo en diferentes medios impresos del Ecuador.


Fue editor de la Agenda Cultural (2008-2010), y de la revista Tres de Noviembre, centenaria publicación de la ciudad de Cuenca (2008-2017), así como asesor editorial de la Alcaldía de Cuenca entre 2010 y 2017. Fue editor del libro Cuenca de los Andes (Municipalidad de Cuenca-CCE, 1998), documento presentado para sustentar la candidatura a Patrimonio Cultural de la Humanidad ante la UNESCO.


Por su trabajo titulado A Vivir una Cultura Diferente, sobre el modus vivendi de los ecuatorianos inmigrantes en EE.UU., resultó finalista en el V Concurso Nacional de Periodismo Símbolos de Libertad.


Miembro fundador del Centro PEN Ecuador, en el año 2004 fue ganador del Primer Concurso Nacional de Ensayo convocado por la Universidad del Azuay. Ha publicado los títulos Colombia-Ecuador: un Ejemplo de Convivencia (UDA, 2004), El Encanto de Cuenca de los Andes (ediciones en español, inglés, francés y alemán, Fundación Municipal Turismo para Cuenca, 2005), Mercado, Barrio y Ciudad: Historia de la Nueve (Municipalidad de Cuenca, 2009), El Vuelo del Colibrí (2011), Como el Cardo: Retrato hablado de Eudoxia Estrella (CCE, 2013), Monólogo de un Desgajado (CCE, 2016). Algunos de sus trabajos periodísticos pueden leerse en su bitácora http://www.roderikus.wordpress.com.

Rodrigo Aguilar, miembro fundador del Centro PEN Ecuador, junto a la escritora y periodista mexicana Alicia Quiñones, Coordinadora Regional para las Américas del PEN International.

Desfile de Ataudes: ritos afroesmeraldeños ante la Muerte

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A pesar de lo reducido de su territorio, Ecuador como país es depositario de una diversidad cultural sorprendente y abundante, al extremo de que en él subsisten al mismo tiempo expresiones tan heterogéneas y diferentes como la andina y sus peculiaridades, sean indígenas o mestizas, que a lo largo de las provincias del callejón interandino van adquiriendo detalles propios y en ocasiones harto distintos de una a otra; o las que persisten aún en las provincias de la región litoral, muy diferentes también entre sí; además de ese mundo de selva, cultura ancestral y mestizaje formado a fuerza de la presencia de colonos procedente de todo el país, que es la Amazonia.

Hoy puede hablarse de una tendencia hacia la homogeneización tanto de los ritos funerarios como de la misma conmemoración del Día de Difuntos, el 02 de noviembre, a nivel nacional, como consecuencia de la transformación de las formas de vida y la consecuente desaparición progresiva de ciertos rituales, así como la acelerada urbanización operada en el Ecuador desde mediados del siglo anterior, y, por supuesto, los alcances de la globalización en la que no solo los medios tradicionales y modernos han jugado un rol, sino también los miles y millones de emigrantes e inmigrantes.

Podemos identificar, por ello, la concurrencia masiva a los cementerios en torno a este día, la rigurosa costumbre de ornamentar las tumbas con flores y tarjetas, junto con la elaboración y consumo de una gastronomía tradicional o típica como la colada morada, incluida la adopción de las guaguas o niñas de pan, que desde la Sierra norte se ha ido extendiendo lentamente hasta formar parte de las costumbres de todo el país, por lo menos en lo que a la población mestiza y urbana se refiere.

Esa estandarización, si cabe el término, varía y presenta matices y signos identitarios únicos según la región y la provincia a la que miremos, y según predominen más las culturas indígenas andinas, amazónicas o costeñas, incluidas por supuesto las culturas afroecuatorianas como en las provincias de Imbabura y Esmeraldas.

Hacia mediados de los años ochenta, el investigador Marcelo Naranjo resaltaba como aspecto central del sincretismo afroesmeraldeño, de su cosmovisión y centralidad de la muerte, «en primer lugar, la presencia permanente de una serie de dicotomías: bien-mal, alegría-tristeza, placer-dolor, confianza-temor, que se sintetizan en el dualismo vida-muerte y que tienen referentes simbólicos concretos en la divinidad y en los santos, por una parte, y en los demonios y los malos espíritus, por otra. Este conjunto de pares es fundamental para comprender todo el universo religioso del negro esmeraldeño, y nos remite a lo más profundo de su cosmovisión». (Naranjo et al. 1986)

Los Mulatos de Esmeraldas, de Andrés Sánchez Gallque (1599)

Cuando aún se es un niño, las imágenes excepcionales que surgen de los ritos de los adultos ante el evento de la muerte, suelen impregnarse en la pátina fresca y limpia de la memoria. A través de la neblina que el tiempo forja, me parece evocar el año aquel en que una de mis tías había fallecido, víctima de una enfermedad harto dolorosa de la que entonces ni su nombre sabía. Apenas recuerdo, en los meses inmediatos a su deceso, el rictus amargo que se había apoderado, ya para siempre, de su rostro, como reflejo y evidencia de los estertores de su infinito dolor. Luego la multitudinaria presencia de familiares, amigos, conocidos, seguida de la multitud que acompañaba el féretro hasta el cementerio. Hasta ese momento nada me había impresionado más.

Fue tres años más tarde, en 1980, cuando esa imagen resultó reemplazada por otra aún más indeleble: una extraña procesión de dolientes sobre los cuales parecían flotar seis ataúdes. Seis pescadores esmeraldeños, uno de ellos mi tío materno, habían sido asesinados a bordo de su propio barco. Las hipótesis iban desde un asalto en altamar, a cargo de piratas, pasando por un ajuste de cuentas entre contrabandistas, hasta la hoy en día no del todo descabellada de que fue alguno de los carteles colombianos del tráfico de cocaína. Aunque acostumbrados a manejar considerables sumas de dinero por la magnitud de la pesca que solían conseguir, se trataba de pescadores de origen humilde que por alguna desconocida circunstancia se vieron involucrados con las mafias colombianas del contrabando. Al menos de manera pública nunca se llegó a saber quiénes fueron los responsables, si fue un asalto de piratas o un trabajo de sicarios ordenado por quién sabe quién. ¡Crimen impune!

Pescador afroesmeraldeño en uno de los ríos del norte de Esmeraldas (foto: F. Valdez)

Nadie se puso de acuerdo jamás sobre el número exacto de personas que se sumaron ese gris día de 1980 al entierro. Cientos, miles quizá. La indignada y dolida multitud avanzaba a lo largo de cuadras enteras de los barrios esmeraldeños: desde el balneario Las Palmas, en cuya pequeña capilla de barrio semi-burgués fueron velados los féretros, pasando por cada una de las «paradas» de buses que más o menos identificaban sectores de esa calurosa urbe afroecuatoriana, hasta el viejo y congestionado cementerio. En medio de la caravana, los ataúdes semejaban pequeñas canoas aparentemente a la deriva de esa marea humana que los despedía. Esa sería la penúltima de las mareas sobre las que flotarían aquellos seis marineros curtidos por sol y el viento del Pacífico, antes de zarpar al otro viaje, a lomo de las olas de la nada, del todo o de la eternidad.

Esos dos decesos familiares, demasiado cercanos como para que pasasen inadvertidos dentro de la burbuja de protección materna, me enfrentaron también por primera vez con la contundencia de unos ritos que, para mi visión de niño, por más precoz que haya sido, parecían estar impregnados de aspectos rayanos en lo macabro, o, por lo menos, en lo inexplicable.

El ecuatoriano, matizado por su diversidad cultural, es un pueblo de creencias religiosas profundamente arraigadas. En el caso de lo afroesmeraldeño, la muerte y la cosmovisión que se tiene de ella están ligadas a lo religioso, y a la creencia de un más allá al que irán las almas de quienes fallecen; de ahí la importancia de estos ritos que antes de transformarse en la actual práctica común de velar a los muertos en salas específicamente destinadas a ese fin, se llevaban a cabo en los domicilios de la familia que había perdido a un ser querido, en el hogar donde éste había vivido. El apego a estos rituales, traspasados desde lo afro hacia lo mestizo, determina dentro de esas creencias cuál será el destino de quien ha dejado este mundo: el cielo, el purgatorio, o, ¡nadie lo quiera ni espere!, el infierno.

La casa donde se había velado al difunto (y no pocas veces la calle adyacente, cerrada al tránsito en las respectivas intersecciones), era también el mismo lugar en el que se llevaba a cabo la así denominada Novena, consistente en nueve noches consecutivas de rezos que culminaban con una dramática y desgarradora ceremonia en la noche final, el Novenario, de la que recuerdo no solo los cantos tristes conocidos como Alabaos, sino también llantos, gritos, desmayos, carreras, luces apagadas a propósito, muebles arrastrados de sus lugares, y ventanas y puertas abriéndose con estrépito aterrador vistos desde la óptica de un niño de diez años. Esas escenas vividas en la ciudad capital de provincia, se volvían mucho más intensas y dramáticas conforme se alejaban hacia las zonas rurales de Esmeraldas, donde se cree que los ritos conservaban, o conservan quizá aún, su pureza ancestral afroamericana.

Niña vendedora de cocos
(Foto: C. Franco/B- Franco- Ecuador del Pacífico: BCE-Dinediciones)

Tales evocaciones se fueron escondiendo en mi memoria, y con el pasar indetenible de los lustros y décadas vividos en Cuenca, en algún momento parecieron haber sido soñadas por lo increíbles que sonaban cuando ciertos detalles retornaban y trataba de relatarlos a algún estupefacto amigo cuencano. Fue así hasta que encontré las investigaciones del antropólogo Marcelo Naranjo, pero especialmente los trabajos de la antropóloga alemana Sabine Speiser, quien describió la ceremonia con un impresionante lujo de detalles:

Se apaga la luz de la sala y, una tras otra, se apagan las velas del altar, rezando, y después de haber apagado la última se desbarata toda la tumba, se llevan afuera las plantas, mesas, tablas, telas, dejando un callejón entre tumba y puerta por el cual el alma del muerto se va sin que nadie lo pueda detener… lo que más caracteriza la atmósfera son los gritos y llantos y las privaciones de las mujeres… (en el argot popular esmeraldeño, «privarse» equivale a desmayarse)

Años más tarde, caminaba cierta noche por alguno de los barrios apartados de la capital esmeraldeña, en los que es mayoritaria la población afro, cuando llamó mi atención un canto peculiar acompañado del ritmo producido por la conjunción entre bombos, cununos y guasá, que provenía de una vivienda en donde todo parecía indicar que en su interior se estaba velando a un difunto. Me resultaba extraña esa simbiosis de música no muy triste al parecer, tratándose de la muerte de alguien, sin percatarme de que estaba siendo testigo precisamente de un sincretismo entre lo afro y lo español: los llamados arrullos y chigualos, que son parte central de una especie de rito funerario nocturno, en el que resalta como eje central la presencia de los músicos encargados de interpretarlos. Su finalidad es facilitar el viaje del bebé o niño fallecido, conocido como angelito o morito, especialmente si no ha recibido el bautismo católico. Eso explica la expresión de cierto regocijo entre quienes velan al menor a través del canto: lo que se está haciendo y logrando, se tiene la certeza, es asegurar la llegada de su alma al cielo cristiano.

Petita Palma (der.) junto a la investigadora jamaiquina Brenda J. Peart.

Una de las pocas personas a quien aún es posible encargar la realización de esta ceremonia es la folclorista esmeraldeña Petita Palma. Los Chigualeros, la orquesta esmeraldeña de música afroecuatoriana y caribeña de mayor proyección fuera del país, debe su nombre al término chigualo, género que interpretaba en sus inicios como agrupación de música autóctona.

Cuando el difunto es un adulto, a diferencia del chigualo que conserva matices prácticamente festivos, la ritualidad se centra en los Alabaos, particularmente tristes, y en la presencia protagónica de personajes como las «rezanderas», cuya labor consiste en cantar, rezar y aun llorar. Por lo general se trataba de mujeres, aunque personalmente vi destacarse en esta actividad a un escuálido homosexual, conocido como La Malisa, que aparecía en todo velorio, le llamasen o no, ataviado todo él de blanco, incluido un sempiterno pañolón del mismo color a manera de turbante.

La Espera, San Lorenzo, Esmeraldas
(foto: Bolo Franco/Ecuador del Pacífico: BCE-Dinediciones)

Todo lo anterior estaba matizado por creencias como la disposición final del cadáver, mirando hacia el Este o hacia el río más cercano al sitio de velación, en el caso de los adultos, y en la dirección contraria si se trataba de niños; la colocación de una cruz a los pies del difunto, de tal manera que cuando éste se levante, en «el día de la resurrección», no vaya a golpearse la cabeza; la prohibición de que mujeres embarazadas ingresen al cementerio, bajo peligro de que pierdan a la criatura si osan cometer semejante desaguisado, al igual que mujeres menstruando, que si lo hacían podían nunca quedar embarazadas; y, en las zonas rurales sobre todo, recitar décimas cuyos versos tienen finalidades aleccionadoras tanto como de entretenimiento colectivo.

(Foto principal: Fondo Documental Afro-Andino)

Beny Moré: la centenaria e inmortal voz de Cuba

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Los dioses mueren jóvenes, dicen que dijo el poeta Nicolás Guillén ante el deceso temprano, a los 43 años de edad, de quien fuera una de las figuras cumbre de la música cubana: Bartolomé Maximiliano Moré Gutiérrez, el Bárbaro del Ritmo, el gran Beny Moré.

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En agosto del año 2019 Cuba y el mundo conmemoraron el centenario del nacimiento de este músico popular convertido hoy en leyenda, cuya obra sigue presente en la vida cotidiana de su pueblo e influenciando a nuevas generaciones de cantantes y músicos.

Como Pedro Infante o Javier Solís, en México (y ahora también Juan Gabriel y José José); como Carlos Gardel, Mercedes Sosa y Gustavo Cerati en la Argentina; como Julio Jaramillo, en Ecuador; en Cuba y Latinoamérica Moré es ese tipo de ídolos populares cuyas voces persisten a través del tiempo hasta haberse convertido no solo en clásicos de sus respectivos géneros sino sobre todo en memoria colectiva y patrimonio cultural.

Gracias a las grabaciones y a las diferentes renovaciones de soportes que los avances tecnológicos han permitido desde los años cincuenta en que grabó la mayoría de sus temas, continúa cantándole al pueblo más de medio siglo después de su muerte, acaecida en 1963 en La Habana, como resultado de una cirrosis.

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Benny Moré actuando en el Hollywood Palladium.

Fue así como de los antiguos discos de acetato que giraban a 75 y 45 revoluciones por minuto, en los que sus boleros, sones, guarachas, mambos, merengues, y una amplia gama de ritmos afrocubanos y latinoamericanos fueron grabados y dados a conocer entre millones de personas, se pasó a las cintas de cassette populares durante las décadas de los setentas y ochentas; luego, a los discos compactos, memorias digitales y computadoras, hasta el momento presente en el que, sin que nos sea dado contar con el icono de los discos de vinil o compactos en las manos, es posible oír toda su obra musical en plataformas digitales como Spotify (al momento de redactar esta nota, en su aniversario 101, la cuenta de Beny Moré y su impresionante discografía tiene ya más de 269101 oyentes mensuales).

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Moré, poseedor de un talento innato de proporciones mayúsculas, tenía como algunos famosos músicos e intérpretes de la historia (Bach, Mozart, Tchaikovski, Ray Charles, Stevie Wonder, Miles Davis, Aretha Franklin, Brian Wilson o Charly García) lo que se conoce como oído absoluto. Se trata de una controvertida y no muy común habilidad con la que nace una de cada 1000 a 10000 personas, por la que pueden identificar cualquier nota o tono determinado de un instrumento o sonido sin que para ello se ayuden de referencia alguna.

Esa condición no explica la complejidad y totalidad de su genio como compositor e intérprete, y es apenas uno de muchos elementos que integran la leyenda de su vida y su música. En realidad, un músico debe dominar sobre todo el oído relativo, y me aventuro a decir que a Moré le sirvió más que nada para fustigar a los miembros de su orquesta gigante cada vez que alguno, para su mala fortuna, cometía el pecado sonoro de desafinar, al que de inmediato profería su también ya legendaria interjección de alerta, fastidio y desaprobación: “¡Eh!”.

Moré le cantó a la vida y al amor, por supuesto, a través de ritmos como el son y el bolero, la guaracha, el mambo, el chachachá, el bembé, el guaguancó y la rumba, y especialmente le cantó al pueblo cubano y su vida cotidiana: a sus mujeres, a sus campesinos los guajiros, a la madre y al padre, a su pueblo Santa Isabel de las Lajas, a la manigua, y a una buena cantidad de pueblos, ciudades y provincias de Cuba como Santiago, Cienfuegos, Guayabal (Amancio), Manzanillo, Varadero, Maracaibo Oriental (que no se refiere a Maracaibo en Venezuela, sino al ritmo oriental cubano conocido como changüí, de mediados del siglo XIX, que según algunos estudios sería el ritmo del que nació el son), así como a La Habana y sus diferentes barrios.

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La versatilidad de su voz le permitía dominar prácticamente todos los ritmos sin dificultad, algo de lo que solía preciarse cuando interpretaba la guaracha Elige tú que canto yo, de Joseíto Fernández. El bolero, sin embargo, adquiere a través de la voz y el estilo de Beny Moré lo que me atrevo a llamar una de las cumbres en su larga historia de casi un siglo y medio desde que fuera creado en Cuba (aunque los mexicanos no se cansan de reivindicar su invención). Escuchar temas como Corazón rebelde, Oh vida, No me vayas a engañar, Conocí la paz, entre muchas otras joyas de su extenso repertorio, le aseguro que debe ser una de las experiencias musicales más deliciosas para quien sepa y guste del bolero.

En sus inicios grabó con el trío Matamoros, con quienes viaja a México para no regresar sino hasta cinco años después, cuando ya tenía cierta fama en ese país y en otros de América, sobre todo a raíz de su trabajo con el músico matancero Dámaso Pérez Prado, a quien se atribuye ser el autor del mambo, un ritmo afrocubano que enloqueció al mundo hacia finales de los cuarenta y durante la década de los cincuenta. Su regreso a La Habana con el tema Bonito y Sabroso, bautizado ya en México como el Príncipe del Mambo, le abriría las puertas de la isla y sus más distantes y variados escenarios.

La leyenda Moré incluye el desprecio que sentía por orquestas famosas de la época como la no menos legendaria Sonora Matancera, con la que se negó a grabar pese a que hay registros de actuaciones en conjunto; y la conformación de su banda gigante que incluía más de 40 de los mejores músicos cubanos de entonces, todos listos para improvisar siguiendo a su director y caprichoso intérprete.

La orquesta se caracterizaba por una enorme potencia de sus vientos, en permanente diálogo: trompetas, trombones y saxofones llenan cada tema de una energía contagiosa, y será su sello propio la incansable participación del saxo que pasa a reemplazar al tres en la ejecución del montuno, pero aplicado a la mayoría de los ritmos bailables, a diferencia de otras orquestas que privilegiaban el piano o la flauta traversa para tales menesteres, como la Orquesta Aragón.

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Legendaria es también la proliferación de una serie de versiones diferentes sobre las causas de su muerte. La biografía oficial del músico guajiro da cuenta de que fue la cirrosis lo que le llevó a la tumba a tan temprana edad. Entre cubanos se dice también que alguna vez le dieron una pateadura o golpiza en México, y no falta entre los isleños exiliados quien afirme que fueron los secuaces de Fidel Castro quienes le golpearon por un supuesto desaire que el músico habría hecho al entonces joven líder de la Revolución.

Más allá de todos esos entretelones legendarios, lo cierto es que su música es hoy un legado del pueblo cubano a la humanidad que debe formar parte inequívoca de su patrimonio cultural.

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Detalle de la portada de uno de sus más populares álbumes.

Gustavo Cañizares: un poeta del pueblo

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Frente a la rada de agua de mis ojos

vi un ataúd pasar en hombros de la ciudad

con un cadáver anónimo, sin rostro

podrido de sueños, gusanos y tristezas.

Atrás, la parentela de los que en vida lo amaron:

las putas, los bohemios, los soñadores,

los caminantes, los prófugos de la vida…

¡Al tercer día la blanca

novia multiamante de los sueños

escribe sobre su tumba un soneto epitafial

testimonial de la alegría de la vida!

¡Ah la risa blanca y putañera del sueño

del día festivo y dulce de mi muerte!

El Memorial de los Sueños (57)

En el fragor de la lucha armada del pueblo nicaragüense por liberarse de la opresión sanguinaria de la dictadura somocista, bajo el innegable influjo de la Revolución Cubana, se escribió también mucha poesía, en ocasiones bastante lírica, en ocasiones harto militante y prosaica. Pero esas épocas resultan ahora impensables, arcaicas e incomprensibles para las nuevas generaciones de poetas latinoamericanos, incapaces de concebir poesía en la lucha social, en la protesta, en la toma de las armas como vía para alcanzar un sueño. Latinoamérica por lo menos vive otra era, una que no admite ese camino como forma de llegar al poder, porque además terminó decepcionándose, en medio de todos los mecanismos utilizados por las fuerzas de derecha y sus padrinos mundiales, del ejercicio abusivo y nuevamente opresor que hicieron los grupos que alcanzaron ese poder en nombre del pueblo.

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Hacia los años setenta y ochenta, la convulsión política y social del continente impedía permanecer impávidos a cuanto acontecía dentro y fuera de nuestras fronteras. Muchos fueron los poetas que hicieron de su pluma un fusil, y no pocos los que abandonaron la pluma para empuñar el fusil. Por entonces Gustavo Cañizares Betancourt (Esmeraldas-Ecuador, 1950) era un poeta joven que había publicado ya sus primeros poemarios bajo el influjo de la literatura universal, que enseñaba en los colegios públicos, de poetas como Gustavo Adolfo Bécquer, pero también de Roque Dalton o Ernesto Cardenal. Hombre de su tiempo, fue un poeta comprometido, de metáforas claras, que podía hacer lírica de las cosas cotidianas y simples, a la vez que denunciar con frontalidad las inequidades e injusticias del sistema, fiel a sus ideas políticas y a su filosofía, radicales y sin contemplaciones.

A los 27 años aparecerá publicado su primer poemario, cuyo título no podía ser más revelador de lo que venimos afirmando: Cantos de Protesta y de Ternura de un Itinerante Solitario (1977). Vendrán, en los dos años siguientes, Poemas de Gustavo Cañizares y Las Tergiversaciones Humanas, antes de llegar a La Canción de los Pájaros, en 1981, libro en el que le cantará no solo a las golondrinas ciegas, a los pájaros ciegos del amor, al del amor filial, al dulce y fugaz pájaro de la felicidad, sino también a los de la guerra, a los errantes pájaros del recuerdo, a los pájaros metálicos, y hasta al espantapájaro: Bendigo el instante de lucidez y de locura / en que descifré el lenguaje de los pájaros / y de las impúberes rosas. / De los murciélagos noctámbulos, / de los búhos en vigilia, / de las sierpes voladoras, / de los anfibios volátiles. / Como canto de aurora / sollozaron en su lenguaje marinero / mil cisnes de cuellos ebúrneos / por una golondrina ciega / que chocó contra el mástil / de una góndola viajera. / Y en su aéreo viaje / las pulsátiles gaviotas / le agitaron entre sus alas / el pañuelo del adiós. / Mientras arriba / el viento cruelmente jugaba / con el alma de una golondrina ciega, / acá abajo el buitraje humano / seguía picoteando a mi tristeza. (La Golondrina Ciega)

Gustavo Cañizares dejó este mundo turbulento y trastornado el 04 de septiembre de 2018, luego de haber gastado con pasión y ternura las multisiete vidas gemelas con las que nació. Durante más de un cuarto de siglo no volví a saber de él sino hasta unas pocas semanas antes de su partida, en que me envió uno de sus últimos poemarios, el libro Poemas sin Censura, publicado en Manta en el año 2014. Nacido en Esmeraldas, la tierra natal no siempre le fue grata en su valoración, quizá por aquel lugar común de que nadie es profeta en su tierra. Fue Manta, la pujante ciudad portuaria de la provincia vecina, la que le acogió como a su hijo y le prodigó el reconocimiento que el lugar de natalicio no acertó a conferirle, imbuido en sus conflictos sempiternos de subdesarrollo y desigualdad social.

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Y por esa misma razón, porque otra forma de ver la creación literaria y la misma enseñanza de la literatura le permitieron establecerse como un nativo más, regresó a la urbe manabita hacia comienzos de los noventa, urgido no solo por la necesidad de crear versos sino también por dar el sustento a cada uno de los poemas humanos que creó y crió, su prole, a quienes dio su amor, su sangre y su apellido; porque además del duro oficio de la poesía, fue también un incansable cultor del duro oficio de ser padre a tiempo completo, buscando hasta en cantinas / almuerzos desnudos, sopas de letras, / indigestiones literalcohólicas. / Rifando versos y temores. Gambeteando acreedores / con tarjetas de créditos espirituales. / Regateando luceros a la noche, / hurtando estrellitas a la mañana / para alegrar al primogénito.

Aquello le evitaría volver a enfrentarse a la metáfora conyugal de sentarse a la mesa a la hora del almuerzo, y en vez de comida recibir un plato sobre el que estaba servido un libro: Por transitar desde hace tiempo / por altos y profundos / conductos filosóficos, / yo fui el escogido / para sumergirme con mi escafandra de poeta / en profundas y genésicas aguas / de espirituales meditaciones / aunque dilapidara el corazón y la existencia / en tan temeraria, / solitaria / y dolorosa empresa. / Y por andar siempre ensimismado / en resolver teoremas / y ecuaciones / de platónicas, / socráticas / y aristotélicas hipótesis / olvidé que hoy es fin de mes / y tengo que pagar la renta / y sabed también amigos míos / que para estar de acuerdo conmigo / – filosóficamente hablando – , / esta tarde fui recibido por mi esposa / con un simbólico almuerzo: / un libro de filosofía / abierto sobre un plato. (Problemas Filosóficos)

Recuerdo que poco antes de salir ambos del puerto esmeraldeño, yo hacia la capital de la morlaquía, él hacia el puerto manabita, había sido agredido por uno de sus compañeros de militancia, de apellido bélico, en aquel partido político al que jocosa pero también trágicamente solíamos llamar Mamita Pega Duro, por sus iniciales pero también por la habitual conducta de muchos de sus militantes, a quienes décadas más tarde un mandatario llamaría tirapiedras representantes de la izquierda infantil, parafraseando a Vladimir Ilich Lenin. Sus militantes y dirigentes asumíanse como la única y verdadera izquierda ecuatoriana, bajo los efectos embrutecedores de su sectarismo interesado y acomodaticio. Lo curioso es que el individuo en referencia se hacía llamar a sí mismo también poeta, pero de infelices y desafortunados versos mediocres que jamás trascendieron de lugares comunes como aquello de «roja es la hierba», frustración literaria que trató de aliviar a punta de golpes y patadas.

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Gustavo no se inmutó. Para entonces, al salir de la provincia verde, había publicado ya su Selección Poética (1984), Poema del Río (1987) y El Memorial de los Sueños (1990), libro este último que ganó el Primer Premio en el Concurso de Poesía «Arcelio Ramírez Castrillón», convocado en 1989 por la Universidad Luis Vargas Torres de Esmeraldas, y del que el gran Antonio Preciado dijo que su autor, «siguiendo la huella de un ejercicio poético sostenido, guiándose sabiamente por los efluvios de una experiencia fermentada al calor de la gran causa del hombre y bajo los resplandores de una posición ideológica que le es consecuente, se adentra en los vericuetos de su interioridad, ahonda en la activa conciencia de su circunstancia histórica y humana, y nos entrega esta poesía de alta calidad, cuyo seguimiento abre, a quien la recorre atentamente, su latebroso esplendor».

En aquel libro fundamental, en el poema 57, premonitorio, lúcido y claro, canta la visión onírica de lo que creyó sería, casi treinta años después, la escena de su propia partida hacia la nada, hacia la eternidad; y, en el canto 73, llega a la convicción, además, de que luego de esos sueños, esos versos, podría morir al día siguiente y renacer, triunfal: Sé que después de estos sueños / puedo morir / mañana mismo / y renaceré, triunfalmente / en mis cantos y en mis sueños / siete veces a la vida. / Porque hoy mismo / bajo el agua inmemorial / y los rieles sin fin de los tiempos / encontré el arma perfecta / para matar la muerte / de las multisiete vidas gemelas / con las que he nacido.

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Los poetas jóvenes parecen haber perdido la habilidad de recitar sus poemas, y los leen sumidos en las nubes del aburrimiento, cuando no de la incompatibilidad con las realidades de sus mensajes. Claro que eso no es lo que se exige de ellos, sino que escriban poemas y que estos contengan poesía, es decir calidad. Gustavo, como si evocara el entorno del norte esmeraldeño donde nació, y el sur colombiano de donde procedían sus raíces maternas, fue además de poeta un gran declamador de su poesía, algo que al parecer se cultiva aún en la tierra de Nelson Estupiñán Bass. Adalberto Ortiz, Antonio Preciado, Orlando Tenorio y José Sosa. Yo mismo evoco al niño y al adolescente que alguna vez fui, tratando de recitar sus versos a todo pulmón, para martirio o quizá para regocijo de los vecinos del barrio esmeraldeño conocido como Las Palmas.

A diferencia de Esmeraldas, Manta supo reconocer su valía y lo acogió como a hijo propio, al punto de que muchos de quienes lo conocieron y supieron de su obra siguen creyendo que era un poeta manabita, y de alguna forma lo fue porque en esa tierra se dio a conocer y publicó la mayor parte de sus libros. A comienzos de 2018, la Municipalidad de Manta le rindió un homenaje sentido además de justo, y en septiembre de ese mismo año su deceso causó conmoción en la intelectualidad manabita y en el pueblo mantense. Algo que, sin embargo, no podría afirmar de los esmeraldeños, pese a que fue miembro del Frente de Artistas Populares de Esmeraldas, coordinador del Departamento Cultural de la Unión Nacional de Educadores en la provincia, además de mentalizador y organizador del Festival de las Letras Esmeraldeñas.

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Durante el homenaje que a comienzos de 2018 le rindió la Municipalidad de Manta.

Hacia mediados de 2018, sus hijos emprenden una carrera contra el tiempo, y buscan cumplir la última voluntad del poeta: publicar su libro postrero, Los Poetas de las Bolsas Tristes, que con su “estilo de siempre, de agriescaldadura” (como reconoce en la dedicatoria generosa y rebosante de afecto que me escribió), consciente de la inminencia de su partida, dedicará A la huesuda rechiflada que ya me está persiguiendo la pisada. Libro escrito en el tiempo de resumir; libro de despedida y de reafirmación poética como compromiso de vida; libro de poemas dedicados a sus más grandes poetas: Hugo Mayo y César Dávila Andrade; a los seres que admiró, a sus amigos, a los lugares que amó: Manta, Esmeraldas, Buenaventura y Cuba la antillana; libro desesperado de reencuentro con la fe; libro descarnado, sentido, doloroso y terriblemente humano.

Prologado por Víctor Arias Aroca, éste dirá: «A Cañizares le ha ocurrido de todo en este mundo. Anduvo por el camino de los jardines que se bifurcan, anduvo errante por el río mítico de las esmeraldas prohibidas; se fue con sus cantos de protesta y de ternura y se convierte en un itinerante solitario, nos metió el cuento de que los pájaros eran una canción y era mentira porque él no pudo aprenderse el canto de los pájaros y decidió escribirlo; se fue más arriba, se hizo filósofo y entró en el vendaval de los proverbios y los amorfinos; se fue de combate con la poesía desnuda y ahora nos sale con los poetas de las bolsas tristes que parecen desterrados del gobierno y, francamente, enemigos de la democracia, ya que a ellos el mundo no ha sido capaz de llenarles sus bolsas mientras que los señores del poder se llenan las bolsas, los bolsillos, las chequeras y van por el mundo recordándonos que la desvergüenza existe y que los burros sí pueden volar y llegan al poder de rebuzno en rebuzno».

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Tentado de decirle adiós al poeta, pero también al tío que admiré en la niñez y en la adolescencia, en la juventud y en la vida adulta, una vez más debo recurrir a la clarividente y brutal honestidad de sus versos: Con el último puñado de tierra / me dirán: Adiós. / Con los últimos pasos que se alejan / les diré: hasta luego. / Santuario de aguas negras. / Me quedaré solo. Inmensamente solo. / Ahogado en una tacita de café. / Y su amargor sin fin / oscurana de la eternidad.

¡Hasta luego poeta! ¡Hasta luego, tío Gustavo!

Cuenca, octubre de 2018

Palabras sobre el poeta y su obra

«Gustavo Cañizares está en la poesía, no quiere recorrer los caminos fáciles, pues como alguien decía, sólo lo difícil es estimulante”. Por otro lado merece destacarse la originalidad de los contenidos, donde aparecen pensamientos propios de alguien que siente la poesía como un don y no como una dificultad». (Hugo Mayo)

«Es tan difícil hablar de un hombre controvertido. Y Gustavo Cañizares lo es a manos llenas. Cuando lo conocí comprendí que era uno de esos ejemplares que están desapareciendo de la especie humana: el poeta puro. Gustavo es un poeta nato, un poeta en la extensión de la palabra. Un bardo que hace poesía de todo y que encuentra las causas y efectos de sus aptitudes poéticas hasta en los platos servidos a la hora del almuerzo». (Fernando Macías Pinargote)

«No hay duda, Gustavo Cañizares es un poeta en toda la extensión del vocablo, tomando en consideración que todos sus poemas tienen un fuego creador donde con voz diáfana y varonil expresa su mensaje clarísimo sin entrar al cultismo intrincado de “poetizar” en que muchos versificadores contemporáneos suelen escudarse a falta de genio creador». (Arcelio Ramírez)

«Un poeta seguro de que tiene la palabra para decirse entero, convencido de que con la madurez de su voz podía atreverse y salir airoso de una apasionada andadura por los contenidos profundos… Predomina la inconfundible bondad de un poeta que va convirtiéndose en una de las voces más significativas de la joven poesía ecuatoriana». (Antonio Preciado Bedoya)

«Qué duda cabe, Gustavo Cañizares es un hombre signado por el tizón incandescente de la poesía. Por su persistente búsqueda, pasión, empaques y haceres de juglar de la literatura ecuatoriana. En este libro de poemas se siente la presencia del poeta y su hálito vital reafirmante de una verdad insoslayable: Gustavo Cañizares está llegando al hontanar de donde brota la poesía como una yema imperecedera». (Euler Granda)

«Siempre quise un objeto blasfemante, algo con el cual aterrorizar. Y Poemas sin Censura de Gustavo Cañizares es ese objeto, un libro-blasfemia que tiene una voz madura, colosal, cínica, ególatra, desesperadamente cómica. Un libro-blasfemia donde la voz poética (aquel alter ego ampuloso del autor) habla desde la intimidad y cuenta sus secretos descabellados. Una voz que habla desde la experiencia: años-arrugas-historias. Una voz que blasfema en nombre de un dios con el que se bebe y encara. Un libro-blasfemia capaz de revolver las entrañas de la felicidad. Cañizares con este nuevo trabajo poético deja asentada su labor como escritor, un comprometido con la palabra (cuyo respeto reside en jugar con ella a su manera), con la idea de legar a la poesía ecuatoriana un trabajo debidamente justificado». (Alexis Cuzme)

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El Yo repetido de Patricio Palomeque

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Las primeras imágenes personales que recuerdo del artista distan bastante en tiempo y aspecto de las que hoy en día proyecta. Por entonces, hablo del año 1990, Patricio Palomeque (1962) daba la impresión de un eterno adolescente, aunque bordeaba ya los treinta años de edad, luciendo una melena que llevó como emblema mientras la codificación de sus genes así se lo permitió.

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Joven, al poco tiempo se uniría con su amigo personal, más joven aún, el poeta Cristóbal Zapata (1968), considerado durante un largo lapso el enfant terrible de las letras morlacas, para crear un libro gigante que chorreaba erotismo y audacia casi pornográfica bajo los dibujos del uno y los poemas del otro, y un título inequívoco: Corona de Cuerpos. Brutales, a la vez que sublimes; explícitos, al mismo tiempo que metafóricos, la creación lírica y la creación artística, poema y dibujo, versos y líneas entrecruzándose, eso fue el contenido de aquel libro de colección de tamaño inusual, imposible de encajar en una estantería normal, y una edición de apenas 30 ejemplares, por supuesto numerados, que ambos personajes sabrían o aprenderían a vender bien.

La tónica y la temática eróticas le acompañarán desde siempre, con persistencia recurrente y casi obsesiva, mas con el transcurrir de los años la constante de sus figuraciones abordará no solo escenas oníricas y lúdicas, íntimas, eróticas, en ocasiones grupales, orgiásticas, bestiales y extraídas de su propio bestiario, sino también rostros, muchas veces autorretratos (no siempre conscientes) que señalan un recorrido, un sendero, el transitar de un artista y de un hombre, expresado en las huellas de su reflejo especular que pueden ser rastreadas en la colección de sus dibujos.

Estos son, precisamente, los que dan cuenta del tránsito de Palomeque por los senderos de su creación, de su madurez y su evolución tanto en lo artístico como en lo humano, indisolubles condiciones presentes en el libro Patricio Palomeque. El Yo Repetido. Dibujos [1990-2017], de reciente publicación gracias a los Fondos Concursables del Ministerio de Cultura del Ecuador: “Este libro reúne una selección de dibujos que he ido acumulando a lo largo de casi treinta años, lo que quiere decir que han sido realizados en las más diversas circunstancias y a la manera de un diario escrito a saltos. A su modo, cada uno cuenta un pasaje –dichoso o angustioso– de estos tiempos: amores, desamores, cuerpos y seres queridos, sueños, divertimentos, viajes, encuentros gozosos y desencuentros, que finalmente son los acontecimientos que aún hoy me hieren.”

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Avanzar a través de sus páginas da cuenta de un recorrido, y de un imaginario, el del artista, forjado desde las distintas perspectivas y facetas de su vida y su proceso evolutivo como creador. Los textos presentes en la obra son también un homenaje de tres de sus más íntimos amigos que son, a la vez, tres de los más importantes nombres de la creación literaria de por lo menos la zona austral del Ecuador, para decirlo con calma y relativa modestia: los poetas Galo Torres, Cristóbal Zapata y Roy Sigüenza.

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La imagen que ha proyectado el Palomeque persona, o más bien dicho la impresión, ha tenido en no pocas ocasiones componentes rayanos en lo arrogante, displicente y a menudo irritante, por lo que tampoco le han faltado a lo largo del camino detractores muchas veces gratuitos. Hoy, a sus 55 años de edad, con una apariencia de por lo menos diez años menos, sigue siendo el conquistador eterno que ha sido siempre, incapaz de formular negativa alguna a la damisela de su gusto que cruce su camino. En esas tres décadas de inevitable frecuentación de nuestros círculos de amistades, se le vio acompañado de actrices, bailarinas, artistas plásticas, de diferentes edades y grados de chifladura, que han ido desfilando sin lograr un sitio definido o definitivo en su vida de galán sempiterno.

Resulta curioso: la leyenda personal y pública de Palomeque habla de sus años adolescentes viviendo en la ciudad de Esmeraldas, la “rústica aldea costeña” a la que se refiere Zapata en su texto sobre el libro. Eso quiere decir que el autor de estas líneas era por entonces un pelado de ocho años, embelesado en las húmedas turbulencias de las veinte mi leguas de viaje submarino empapadas en el primer libro de su vida, y muy difícilmente habría coincidido con el adolescente que aquél era por entonces. Mas lo imagino, y es pura especulación, frecuentando a los jóvenes miembros del club TPB (The Palms Beach), grupo de adolescentes medio zanahorias de finales de los años setentas y comienzos de los ochentas, muchachos mestizos de clase media residentes todos en el barrio Las Palmas, a orillas del mar. Me pregunto si el futuro artista habrá alcanzado a ser testigo de los cambios operados en esa zona de Esmeraldas, cuando con el fin de construir las instalaciones portuarias sobre relleno se trasladó a todo un barrio desde el sector conocido como La Boca hasta lo que hoy es Las Palmas.

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A Palomeque lo conocería en Cuenca, en el año en que comienza justamente esta recopilación de sus dibujos, a través del escritor Cristóbal Zapata, quien por entonces dirigía en calidad de instructor un taller de literatura al que asistíamos, aún muy jóvenes y hermosos, entre otros personajes de más o menos igual calaña, Galo Torres, Ángel Vera, Juana Sotomayor, Julio Yunga, Sergio Cajamarca, y Rodrigo Aguilar, de los que recuerdo. Entre los ciclos agotados y renovados de mi amistad con Zapata, ha sido inevitable frecuentar con el artista y ser testigo en buena medida de las creaciones recopiladas en el libro, una forma de decir, también, que muchas de estas imágenes acompañaron nuestra cotidianidad transcurrida a través de una senda de tres décadas en Cuenca de los Andes.

Y en Cuenca y su centro histórico el artista se iría encarnando a fuerza de presencia cotidiana, farras y delirios báquicos recurrentes; a fuerza de una creación plástica abundante y de su posterior incursión en diferentes formas de hacer y ver el arte, como las instalaciones y performances, como las infinitas posibilidades de lo audiovisual y digital, como la fotografía y la impresión en metal; o a fuerza del motor de la motocicleta con la que de vez en cuando se da un brinco a la playa, a las celdas de una cárcel cuencana por exceso de velocidad, o hasta el mismo confín del mundo en la parte más austral de Chile.

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Patricio Palomeque y Cristóbal Zapata, durante la presentación de El Yo Repetido

Desde mi propia óptica vital, desde mi etéreo puesto no oficial de cronista propio-ajeno de la morlaquía, los dibujos evocan también mi peculiar tránsito por las calles, y creo que de la mayoría de gente de nuestra generación que hizo de Cuenca su espacio vital, las carreteras los pasillos, los salones, las puertas, las ventanas, los balcones, los comedores, las cocinas, las alcobas y todos los espacios públicos y privados, los hechos, sucesos, acontecimientos de la vida cotidiana durante el mismo periodo de casi treinta años: “las figuras de Palomeque son visiones interiores, elaboraciones fantásticas de la realidad, de allí la apariencia tantas veces onírica, surrealista de su empresa figurativa; sus personajes y situaciones –como las de todo artista visionario– nos resultan al mismo tiempo familiares y extraños, en ellos nos reconocemos nosotros y –a través de nuestras pulsiones, deseos y temores recónditos– adivinamos a los otros”, dirá Zapata en Un bosque de cuerpos, texto con el que el libro introduce a la parte de la compilación subtitulada El Yo Repetido.

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En la tarea involuntaria de la evocación que provoca el libro de Palomeque, me resulta curioso también hallar tres figuras impresas en esas paredes extrañas, escondidas, que la memoria tiene en cada uno, y todas con una carga erótica evidente. La primera emerge de un poema de Galo Torres, el poeta cabalgando a toda dicha sobre el lomo incitante, refulgente, lubricado y presto de la amante; la segunda, de varios poemas de Cristóbal Zapata que podrían sintetizarse en estos versos: En la delicada bisagra de tu carne / el tiempo está fuera de lugar, de Jardín de Arena; o, en estos, Chupan mis labios la pulpa encarnada / hasta embriagarme con su miel negra, / mi licor secreto, mi jarabe eficaz, presentes en La miel de la higuera. La tercera no es literaria sino visual, y, curiosamente, es una obra de Patricio Palomeque recogida en la sección Pieles del libro que comentamos, contundente, terrible, resoluta en la ilustración de un beso negro inmortalizado, previo a las violentas y prohibidas, imbuidas de tabú, delicias sodomitas entre un hombre y una mujer.

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Los dibujos de El Yo Repetido son una suerte de rompecabezas que va completando la visión retrospectiva del artista y su obra a través del tiempo, y que encajan y se suman a otras evaluaciones y compilaciones de su trabajo, como La otra parte de la diversión [Obra escogida 1991-2012]. Forman parte de su propio proceso creativo y evolutivo, y de la vasta gama de intereses y formas de expresión artística y humana que atraen la atención insaciable de este inquieto, polémico y único artista cuencano.

Luis Vargas Torres y el Parque Calderón

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En la intersección de las calles Sucre y Benigno Malo, al pie del palacio municipal, frente al parque Calderón y diagonal a la Catedral nueva de Cuenca, está ubicada desde hace muchos años una pequeña placa sobre un pequeño monumento. Miles de personas transitan de forma cotidiana por el lugar, aunque pocas son quienes se interesan por conocer de qué se trata aquella losa tan poco llamativa, en la que se lee acerca de una muerte ahí acaecida mucho tiempo atrás. Exactamente 130 años atrás.

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La Plaza Central de Cuenca lucía así hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX. El Seminario Mayor San Luis, a la derecha; la Catedral nueva en construcción; el Monasterio del Carmen de la Asunción; y, en la parte superior izquierda, el el sitio donde se fusiló a Luis Vargas Torres.

La pequeña y conventual Cuenca de los Andes de finales del siglo XIX fue, en el sitio mencionado, escenario de uno de los más ignominiosos crímenes políticos que registra la historia ecuatoriana. El 20 de marzo de 1887 se fusiló a uno de los hombres de confianza del general Eloy Alfaro e indiscutible líder militar y político del proceso que condujo a la Revolución Liberal, el coronel Luis Vargas Torres, en medio de un consejo de guerra amañado y dirigido desde Quito (“tribunal de esbirros asalariados”), con la complicidad de las autoridades conservadoras locales.

Para los moradores y también para los visitantes de Esmeraldas, en el parque central de esa tropical y rítmica urbe del litoral, llama la atención el monumento erigido a la memoria de una de las figuras más queridas, respetadas y rememoradas de la historia esmeraldeña. No es que el monumento sea un modelo de calidad estética, pero al menos aquél representa el homenaje de todo un pueblo al mayor de sus héroes. Algo así como lo que representa, en el parque Calderón de la urbe morlaca, el monumento al héroe de la Independencia, el eterno adolescente Abdón Calderón. Curiosamente, ese mismo parque cuencano pretendió ser llamado, hace más de un siglo, Plaza de Vargas Torres, a través de un decreto militar que no logró trascender al tiempo ni al indomable conservadurismo cuencano, y posiblemente tampoco a la oleada de terror y violencia de la que fue responsable el coronel esmeraldeño Manuel Antonio Franco Vera, designado Jefe Militar de la Plaza de Cuenca tras el triunfo de la Revolución en 1895.

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Aspecto actual del parque central Abdón Calderón de Cuenca, o Plaza de Vargas Torres.

El Ecuador de los años ochenta, en el siglo XIX, estaba dominado por una sociedad clasista en la que tanto oligarcas como gamonales eran quienes dirigían los destinos y las vidas de miles de personas. Los gobernantes de entonces, déspotas y tiranos que se alternaban en el poder, tenían como práctica común el encarcelamiento, la tortura, el asesinato o el destierro de sus opositores, a la vez que la corrupción era la manera más rápida de hacerse con fortunas repentinas.

A nivel ideológico el fanatismo religioso estaba presente en la gran mayoría de la población, bajo la égida de un oscurantismo por parte del clero que volvía imposible el surgimiento armónico de otras formas de pensamiento, de otras maneras de vivir, y que había sido afianzado aún más por el controversial tratado que suscribió el presidente Gabriel García Moreno con el Vaticano, a instancias de la llamada Carta Negra.

La constitución garciana de 1869, elaborada por la octava Asamblea Nacional Constituyente, representó una sumatoria de atentados contra los derechos civiles, políticos y humanos de los ecuatorianos, y establecía a la religión católica como la fe oficial y única, en exclusión de todas las demás. La misma condición de ciudadano ecuatoriano, solo era posible alcanzarla, en virtud de esa carta magna, si se era católico, casado y mayor de 25 años de edad. Tal orden de cosas, y la serie de abusos de todo tipo perpetrados por el dictador Gabriel García Moreno (según dicen, aún hoy admirado y venerado por ciertas órdenes religiosas), condujeron a su sangrienta muerte en las afueras del palacio presidencial, en 1875.

En julio de 1883, otro tiranuelo resulta derrotado por las huestes de Sarasti y Alfaro, en la batalla de Mapasingue, el dictador Ignacio de Veintimilla, quien aupado por la bonanza cacaotera había convertido al palacio de gobierno en el eje de una vida cortesana signada por la frivolidad, la mojigatería y la corrupción. Como casi un siglo después hará otro dictadorzuelo, mucho más vulgar aún, Veintimilla huye del país no sin antes atracar bancos guayaquileños.

A continuación, el dueño de Tenguel, hacienda cacaotera considerada la más grande del mundo, José María Plácido Caamaño, amañará el Congreso Nacional para impedir el paso de Eloy Alfaro, a través de la Asamblea Constituyente de 1883.

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Eloy Alfaro Delgado y sus hombres de confianza, entre ellos Luis Vargas Torres (sentado, segundo desde la derecha)

A esa asamblea fue electo el joven oficial de origen esmeraldeño Luis  Vargas Torres, adepto del liberalismo montonero que había puesto al servicio de la causa no solo su fortuna personal labrada como comerciante en Guayaquil, sino su vida misma. “Triunfante en el campo de batalla es elegido, por sus altos dotes intelectuales y morales, diputado a la Asamblea Constituyente, observando con profunda indignación y rebeldía la venta de conciencias, la traición a los principios del liberalismo radical avizorando el advenimiento de un gobierno corrupto al cual, igualmente, había que derrocar. La lucha armada de las montoneras debía continuar hasta la victoria final del alfarismo; así lo comprendió la conciencia libertaria de Luis Vargas Torres.” (Leonardo Espinoza, Homenaje Luis Vargas Torres, Universidad de Cuenca, 1987)

Tras el fallido intento revolucionario del 15 de noviembre de 1884, Vargas Torres debe exiliarse en la capital peruana, donde durante varios meses la realidad política y social ecuatoriana será el eje de sus estudios y preocupaciones, y uno de esos escritos, sobre la denominada revolución de esa fecha, se cree fue lo que originaría el complot de su asesinato. Aquel día, la población manabita de Montecristi había desconocido al Gobierno Constitucional de Caamaño, y proclamó como encargado del Mando Supremo al General Eloy Alfaro. Esmeraldas se suma dos días después, nombrando como Jefe Civil y Militar al coronel Manuel Antonio Franco. De igual forma lo hace la población fluminense de Palenque, y en la Sierra alcanzan a pronunciarse a favor de la revuelta las provincias de Tungurahua y Carchi.

Dos años más tarde, a finales de 1886, desde Perú parte comandando pelotones que toman primero Celica y luego la ciudad de Loja, en una acción idealista a la vez que suicida, pues son derrotados por la superioridad numérica del coronel cuencano Antonio Vega, que había sido desplazado hasta el sur para liquidar a las tropas de Vargas Torres. La lucha contaba también con incitación recurrente, advertencias, amenazas y anatemas procedentes de los púlpitos, en donde los curas mantenían a una población católica enajenada y aterrorizada por la eventual dominación de los liberales “enemigos de la fe”. “La derrota de los seguidores de Vargas Torres fue total; los que no fueron masacrados se los engrilló y esposó, para someterlos al insulto soez, a la burla sarcástica, a la tortura. Entre ellos estaba el combatiente ejemplar.” (ibídem, vii)

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Sector donde se fusiló a Vargas Torres, en una imagen de los años 50 del siglo pasado. En la parte inferior izquierda, diagonal a la Catedral, se observa algo del mínimo monumento.

Trasladado a Cuenca junto con sus compañeros, el encierro en la capital morlaca representó momentos de angustia y zozobra, de dolor, como parte de un drama en el que se mezclan felonías, ignorancias, odios, vindictas, egoísmos, y la nobleza de un luchador íntegro, convencido de su causa, que asqueado de la podredumbre se resiste a formar parte de lo escatológico.

Ese crimen innecesario, aquella felonía siniestra simboliza también la peculiaridad de la realidad ecuatoriana: las luchas políticas entre conservadores y liberales, entre religiosos in extremis y laicos que pugnaban por una evolución imparable; entre serranos y costeños.

Aquella plaza, el lugar donde en 1557 se fundó la ciudad, recibió alguna vez, vía decreto, el nombre de Luis Vargas Torres, algo que no debe haber satisfecho a los cuencanos, que el mismísimo parque central lleve el nombre de un esmeraldeño, para colmo liberal y, según las malas lenguas de la historiografía, masón. Aún es posible observar, en alguna casa de la calle Luis Cordero, un letrero colocado seguramente por algún nostálgico, que reza “Plaza de Vargas Torres”.

El decreto por medio del cual se le daba este nombre al actual “Parque Calderón”, fue firmado el 02 de septiembre de 1895, ya en época de la Revolución Liberal, por José Luis Alfaro, Coronel de la República y Director de la Guerra, y por Manuel Serrano, General Jefe de Operaciones de la División vencedora en el Portete. El decreto en mención disponía también la exhumación de los restos del héroe liberal, y su depósito en un lugar adecuado “hasta que se pueda trasladar tan venerandos restos á la ciudad de Esmeraldas.”

El artículo segundo estipulaba: “Desde hoy, la Plaza de Armas de esta Ciudad, llevará el nombre de “PLAZA DE VARGAS TORRES”, en memoria de que en ella fue sacrificado este heróico MÁRTIR del liberalismo”. Se disponía también la construcción y erección de un monumento, cuya formación de los modelos necesarios se encargó al artista español Tomás Povedano y de Arcos.

En 1987, en la conmemoración del centésimo aniversario del crimen, a instancias de la Universidad de Cuenca, intelectuales y hombres de izquierda, además de algunos nostálgicos liberales ya en decadencia, rindieron múltiples homenajes a su memoria, y se editó por parte del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Cuenca IDIS, un libro de homenaje que fue compilado por el catedrático y dirigente comunista Leonardo Espinoza. Eso fue treinta años atrás.

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Ciento treinta años después del asesinato que conmovió a todo un país, salvo unos cuantos docentes universitarios, intelectuales y uno que otro masón, la memoria y la figura de Vargas Torres (Héroe Nacional del Ecuador desde el año 2012) aún tienen que recibir un homenaje y una reivindicación de los cuencanos, que vaya más allá de los simples discursos, mesadas de barba y rasgados de vestidura. Una pequeñísima calle lleva su nombre en la capital azuaya, y del monumento que alguna vez, hace más de 120 años, se intentó erigir, apenas persiste esta insignificante placa sobre una losa invisible para los cuencanos, en las calles Sucre y Benigno Malo, frente al Parque Calderón o Plaza de Vargas Torres, que un grupo de ciudadanos erigió el 20 de marzo de 1936, es decir medio siglo luego de la inmolación.

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EL TESTIMONIO DE APARICIO ORTEGA

He aquí el testimonio dejado por Aparicio Ortega, testigo del asesinato:

“Extinguido, pues, el último rayo de esperanza, otro Jefe, o el mismo, previno al pueblo que iba a ser fusilado el Señor Coronel tantas veces mencionado y que sería pasado por las armas el que levantare la voz o impidiese de cualquier modo la ejecución de la sentencia. Luego se dio orden de sacar al prisionero. En ese momento acababan de quitarle los grillos. Al centro de numerosa escolta, al son lúgubre de ronca corneta y tambor destemplado, seguido de un fraile y clérigo, con paso firme y acompasado, levantada y serena la frente, color de buena salud, calado un “manabita” de anchas alas, todo él respirando vida, así salió a la muerte ese muchacho ya inmortal que se llama Coronel Luis Vargas Torres… En su marcha, alzó los ojos, buscó y, con sonrisa leve que era desprecio a todo ese aparato de fuerza, sacándose el sombrero, dio un adiós silencioso, preñado en lágrimas, a sus compañeros. Lección elocuente de mutismo. Lección asombrosa de valor y dignidad. Recomendación que está hirviendo en el corazón de todo un Partido. ¡Ah! ¡Qué fecundo que iba ser ese adiós!

-¿Dónde debo colocarme?- preguntó el sentenciado.

-Allí- Y señaló el Oficial con la espada un claro entre dos columnas, al frente de la puerta del cuartel.

Contramarcha el joven revolucionario, como rehusando la tregua que se le otorgaba a caso para que se confesase. Y vino a colocarse en el punto señalado, cerca al que me hallaba yo. El fraile dominicano le siguió y fue menester que el Oficial le intimara que se retire, advirtiéndole que era necedad insistir en lo imposible. Se le ofreció una venda para los ojos y la rechazó. Un punto de apoyo, tampoco lo aceptó. Firme sobre sus pies, el pecho levantado, cerrados los puños, la mirada fija en los soldados que le apuntaban con sendos rifles, sin cambiar de color, sin el más ligero asomo de temor o agitación nerviosa, desafió largo rato las balas, como en los días en que, al frente de su división, se preparaba al ataque, contra los soldados veteranos y esforzados de Veintimilla…

Los soldados, tendidos los rifles, apuntaban y temblaban. La ansiedad del observador subía de punto: Ya me parecía verlo caer desmayado, o, por lo menos, temblar, palidecer… Pero, nada. Esperó impasible hasta que salió la descarga. Al fin, salió y rompió aquel pecho de héroe que no tembló un momento en la larga agonía que le habían preparado los ardientes defensores del patíbulo, que no tendrá de qué quejarse el día de la Justicia…

Terminada la ejecución volvieron las tropas a sus cuarteles, el pueblo a sus moradas, unos pocos a contemplar el cadáver  y éste… al cementerio. Un Comisario de Policía hizo tomar de cuatro indios el cadáver y así, caliente, lo cogieron de los pies y de los brazos, lo llevaron al Cementerio: Un reguero de sangre iba dejando, tras de sí ese cuerpo, donde poco ha resplandecía la inteligencia y ardía el corazón de un valiente” (Jorge Pérez Concha, Vargas Torres, 1980)

El País de la Mitad: Historias para no olvidar la Historia

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Por: Rosana Encalada Rojas*

«Quien no conoce su historia está irremediablemente condenado a repetirla». Con esta conocida frase quiero iniciar estas palabras porque creo que Rodrigo Aguilar Orejuela quiere, aunque no sé si lo hace de manera consciente, salvarnos de esa condena.

Mas no se trata solamente de un repositorio de la historia o de los hechos políticos, económicos, sociales e incluso deportivos de las últimas cuatro o cinco décadas. El autor aporta una mirada cuestionadora, crítica, clarísima sobre el contexto de cada suceso; de sus protagonistas, los principales y los secundarios; acontecimientos que, en El País de la Mitad, han dejado más víctimas, desconfianza y dolor, que buenos recuerdos. Una historia de malas prácticas, de intereses particulares y corrupción.

Y para mí… desde ese obligado sentir del oficio periodístico, me lleva a reconocer al periodista desde la responsabilidad social y reflexionar sobre las complejas relaciones entre la comunicación y la política en la sociedad contemporánea, y entender desde dónde construimos nuestras historias, qué es lo que contamos, cómo lo hacemos y por qué lo hacemos.

Rodrigo Aguilar y el pintor Jorge Chalco, hacia el año 2000, junto a la obra «Nosotros los malos», de la serie Los Corruptos, que ilustra la tapa de El País de la Mitad.

Le puedo ver a Rodrigo, a través de sus letras, como un niño cercano a cumplir los 11 años, y me lo imagino corriendo por una de las calles del barrio Las Palmas, allá en Esmeraldas, escuchando a través de los medios tradicionales y de la gente, con la familia y los amigos, lo que ocurría en ese momento en la arena política, al punto de jugar a ser uno de los personajes de la historia que transcurría en ese momento… Esto como un ejercicio de las percepciones que tenemos y de los imaginarios que vamos construyendo desde lo que miramos y escuchamos, especialmente a través de los medios de comunicación, en esa época a través de los medios tradicionales, hoy en día agravada la situación por las redes sociales. E imagino que, desde estas experiencias infantiles y a partir de ahí Rodrigo no dejó de ir tras las historias, no dejó de involucrarse, y de seguro no dejó de indignarse.

Y quizás aquí es que yo discrepo con Víctor Polanco, el comunicólogo mexicano que escribe el prólogo del libro, cuando afirma que Aguilar logra tomar distancia para meditar sobre los hechos. Yo creo que no, y no digo que no los haya meditado, sino que más bien pienso que si tomas distancia ya no escribes, si eres indiferente tampoco lo haces. Más bien es desde esta indignación, desde esta frustración acumulada que Rodrigo hace lo que tiene que hacer… y nos presenta El país de la mitad, que expone en definitiva cómo los políticos han denigrado la política, este arte de la organización social para la toma de decisiones en pro del bien común, ahora visto como una lacra social de la que debemos huir, de la que debemos excluirnos.

Tal es así que el mismo Rodrigo toma una frase de una de las letras de Basca, una banda de heavy metal y trash metal cuencana, que dice: «Sálvate mientras puedas de la política; sálvate mientras puedas de esos hipócritas» (…)

Coyote, Jorge Chalco, de la serie Los Corruptos, 1998.

Durísima admonición, porque esto provoca que deleguemos nuestras responsabilidades como ciudadanos a otros, y lo hagamos mayoritariamente a través del voto. Una democracia representativa, llena de fallas, que se vulnera a sí misma, y prácticamente descarta casi de plano la oportunidad de una democracia más horizontal, una democracia participativa en la que además la contraloría social sea una realidad.

Hoy más que nunca estos textos, estas líneas se vuelven imprescindibles en medio de una profunda crisis no solo sanitaria, como la que estamos viviendo ahora provocada por la pandemia del covid-19, sino una crisis de la misma democracia, una crisis ética, económica, política, social, de una desinstitucionalización profunda y carente sobre todo de liderazgos colectivos que nos lleven a romper el cacicazgo predominante en la política ecuatoriana. Se vuelven imprescindibles, porque estamos próximos a volver a las urnas, llenos además de desconfianza, de incertidumbre.

Estos textos nos llevan además a romper la dictadura del like, a ir más allá de un copy, de los 280 caracteres, de los 20 segundos de un tik tok, de una foto en Instagram, para realmente reconocer que nuestra política vive un círculo vicioso: décadas después, los personajes que Rodrigo nos muestra en su libro desde los años ochenta son los mismos, los mismos que tenemos ahora y están presentes en nuestra política; los vicios son los mismos, y esto no se resuelve en las redes sociales, estas nuevas arenas jamás nos permitirán la profundidad del debate, de la historia; de ahí la importancia de este libro, ahora.

La periodista cuencana Rosana Encalada Rojas, durante la presentación virtual de El País de la Mitad en la Feria Internacional del Libro de Quito 2020.

A propósito de este tema y esta coyuntura, mi hija tiene 16 años y es la primera vez que va a votar. Al principio estaba muy indecisa, pero la convocatoria a la consulta por el agua o en contra de la minería la ha motivado mucho y la animó a involucrarse. Los temas ambientales son los que convocan a los jóvenes, los políticos definitivamente no… Y es por lo que dice Basca en sus letras: aléjate de la política porque la estamos viendo constantemente como algo negativo.

Pero cuando conversamos de estos temas en el contexto electoral, sobre todo considerando que el porcentaje mayoritario de votantes en el Ecuador está constituido por jóvenes que la única historia política que tienen son, con suerte, los dos últimos mandatos y lo que se difunde en redes, que es el medio por el cual se «informan». A partir de algunos proyectos y ejercicios propuestos en el colegio, hemos empezado a hacer algunas lecturas políticas.

Y El País de la Mitad llega como anillo al dedo. Le decía a mi hija: «Aquí está todo, muy bien resumido, lo que necesitas saber; tienes que leerte este libro y ahí vas a empezar a entender cómo ha operado la política desde el retorno a la democracia, desde la década de los setenta, desde su primer presidente, su inesperada muerte; mandatarios derrocados, huidos por corrupción; vas a conocer sobre la organización social, el movimiento indígena… hasta la esperanza en la Constituyente del año 2008, y también para entender su fracaso años después; la violencia de Estado, la represión, la inacabada y dolorosa historia de los hermanos Restrepo, los procesos migratorios, la dolarización, los acuerdos de deuda, el rol del Fondo Monetario Internacional, la campante corrupción en cada mandato…» Y, en medio de todo ello, Rodrigo retoma las alegrías del deporte para todo un país pendiente de los medios, en este contexto oscuro: Jefferson Pérez y medalla olímpica, o la primera clasificación ecuatoriana al Mundial de fútbol, que trajeron más de una satisfacción.

Pero además de todo esto está esa forma de escribir de Rodrigo Aguilar, con esa habilidad tan suya para la crónica, para el ensayo, para contar historias en las que terminamos siendo más que espectadores… Historias que nos envuelven, pero que sobre todo nos convocan a no olvidar la historia, ojalá para no repetirla, para no volverla a repetir. Un libro que necesariamente debemos tenerlo presente, sobre todo en estos momentos de la política.

*Periodista por más de 20 años en radio, prensa y televisión. Licenciada en Comunicación Social, master en Ciencias Sociales por FLACSO. Dirige la nueva propuesta de comunicación digital, Voces Azuayas, que nace del legado de la decana de la radiodifusión en el Azuay, radio Ondas Azuayas, a la que estuvo vinculada desde temprana edad.

Sálvate mientras puedas: El País de la Mitad

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Por: Juan Manuel Ramos

Con estas palabras, impresas en medio de una sola página, inicia su libro Rodrigo Aguilar Orejuela. Se trata del estribillo de la canción “Hijos de…» (1997), de la banda cuencana Basca, intérprete de heavy metal y trash metal. Debido a los significados y a la importancia que Rodrigo le ha dado para presentar su obra, les compartiré la letra completa, a condición de que cada uno internamente le ponga la música: 

Hijos de…guerrillas, / niños de la deuda externa / la calle es, es su hogar / en esta puta sociedad.

Grito de libertad, / hay policías, hay piedras, / combatir, escapar, / pues ellos los torturarán.

Sálvate mientras puedas de la política, / sálvate mientras puedas de esos hipócritas.

Llanto y represión, / niños botados en alcohol, / viejos y mendigos / olvidados por el mundo.

Botado en un rincón, / mueren mis sueños, muero yo, / almas del infierno / tal vez su vida es mejor.

Sálvate mientras puedas de la política, / sálvate mientras puedas de esos hipócritas.

Como le dije a Rodrigo en un chat, el día que tuve su libro El País de la Mitad en mis manos: «Tu book es una radiografía política de una buena parte de la historia del Ecuador. Gracias por ilustrarme en el tema y permitirme apadrinar a la traviesa criatura.»

Portada de El País de la Mitad

Y digo que es una buena parte de la historia del Ecuador, porque el corpus completo del libro, incluyendo comentarios, prólogo, artículos y notas, abarca un periodo tan amplio como la vida misma del autor, desde 1970 hasta 2020.

Y digo que me ilustra, porque por un lado he aprendido un poco más del pasado reciente del país y me ha hecho recordar vívidamente los momentos tragicómicos y surrealistas desde la década de los ochenta, en que he tenido contacto con Ecuador.

Y digo que es una traviesa criatura, porque seguramente los ensayos, artículos y crónicas que Rodrigo ha plasmado en este libro, han incomodado y siguen incomodando a muchos políticos hipócritas del sistema y sus parásitos circundantes, tanto de derechas como de centros o izquierdas.

Su agudo, valiente, y mordaz análisis de científico social, iluminado por sólidas teorías que propugnan por el cambio, no cae en el maniqueísmo simplón y dogmático: un libro objetivo, veraz e imparcial en los juicios esgrimidos en sus páginas, hasta donde la ética de su autor lo permite.

Un libro objetivo, veraz e imparcial en los juicios esgrimidos en sus páginas, hasta donde la ética de su autor lo permite.

Cada uno de sus escritos tienen una opinión y postura ideológica clara y firme, adquirida desde muy joven como resultado de su militancia política y periodística en las filas de la Juventud Comunista del Ecuador, en cuya revista mensual Juventud Rebelde publicó sus primeros textos, así como en el semanario El Pueblo, del PCE, ambos de circulación nacional.

Rodrigo Aguilar, Juan Manuel Ramos, Camila Corral.

Sus reflexiones son críticas y profundas a la Sociedad y a sus Clases, al Estado y al Poder, a las Democracias y a las dictaduras que han transitado por el Ecuador, siempre enmarcándolas en el contexto internacional.   

Este guagua-libro, esta traviesa criatura, es un documento que debe estar en toda biblioteca ya sea casera o escolar. Es una útil e indispensable herramienta de consulta; es una pastilla para no olvidar, un medicamento contra la amnesia, una vitamina para reivindicar y ejercer la política: una política en la que hombres y mujeres transformen el estado de cosas, y revolucionen el sistema socioeconómico injusto y caduco del mundo actual.

Y a tono con el acontecer político presente, con el aquí y el ahora, y ya para terminar, voy a compartir algunos fragmentos de los escritos de Rodrigo que tienen una asombrosa vigencia:  

«Cada nueva campaña ha representado, además de las ilusiones rotas de millones de votantes, el hastío de volver a vivir épocas aparentemente superadas: la saturación que provoca el bombardeo de promesas, imágenes y canciones alteradas. ¿Acaso usted amigo lector, no está ya harto de tanta promesa llena de futilidades?, ¿de tanta falacia disfrazada con el traje hipócrita del servicio al pueblo? El problema es que ya no se le cree a nadie, ni a los viejos ni a los nuevos.» (Al servicio del pueblo, 2006)

«Los candidatos continúan intentando captar adeptos, convencerlos de las bondades de sus propuestas, y hacerles creer que si con sus votos llegan al poder cumplirán lo que ofrecen. Nunca faltan incautos e inocentes que terminan por creer tanta patraña disfrazada de frases y proyectos demagógicos.»  (La campaña electoral, 2006)

«En espiral, de manera cíclica, tal situación se ha venido propiciando en la historia ecuatoriana una y otra vez. Tanto afán por el cambio, tanto discurso, tanta lucha y tanta sangre ofrecida a los ideales y a las revoluciones, para que al día siguiente se enquisten en el poder nuevamente los mismos, o sus representantes, aliados y descendientes.» (Diagnóstico en espiral, 2005)

The first 101 years of the immortal Cuban singer Beny Moré

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Gods die young, said the poet Nicolás Guillén on the occasion of the early death, at 43 years old, of Bartolomé Maximiliano Moré Gutiérrez. Beny Moré, one of the most important figures of the Cuban music scene of the last one hundred years, nicknamed “The Monster of Cuban Rhythms.”

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In August of 2019, Cuba and the world celebrated the one hundredth birthday of this popular musician who achieved legendary status. His music continues to be present in the everyday life of his people and has influenced generations of Cuban singers and musicians.

Like Jorge Negrete, Pedro Infante, or Javier Solís in México (or today’s Juan Gabriel and José José); like Carlos Gardel in Argentina and Julio Jaramillo in Ecuador, for Cuba and
Latin America, Moré is one of those popular idols whose voice persists through the times. These iconic musicians have become not only classics in their respective genres, but
also in the collective memory and cultural heritage of their nations.

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Benny Moré performs at the Hollywood Palladium.

Thanks to Moré’s recordings, and technological advances in the music industry, the songs he produced and performed, half a century ago continue to be heard by his people after his death in 1963 attributed by some to cirrhosis.

Moré enjoyed an extremely unhealthy lifestyle. From old 75 and 45 rpm vinyl records of Moré’s boleros, guarachas, merengues, and a broad spectrum of Afro-Cuban rhythms, new generations of compact records were made and sold to millions of fans, during the decades of the ‘70s and ‘80s. Later, CDs and digital platforms like Spotify make it possible for new audiences to appreciate his voice. As of this writing, Beny Moré’s account has over 269,100 followers.

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Moré possessed an innate talent only spotted in those famous superstars in music history, such as Bach, Mozart, Tchaikovsky, Ray Charles, Stevie Wonder, Aretha Franklin, and Charly Garcia. It’s known as perfect pitch. Only one in every 1,000 to 10,000 people are born with this arguably, uncommon ability. It allows them to identify a musical note from any instrument or sound without external instrumental help.

That condition does not explain the totality of Moré’s genius as a composer and performer, but it’s one more element in the creation of his legendary reputation and work. All musicians must develop a hearing connection with their art. But in Moré’s case, he used his born gift to chastise any member of his giant orchestra who had the misfortune of falling out of tune, with his well-known dissaproving exclamation «Eh!».

More´s songs, boleros, guarachas, guaguancos, rumbas, etc., spoke to his people about life and love, their daily tribulations, the loveliness of women, the farmers´(Guajiros) struggle. He sang about mothers´and fathers´love, and Cuba´s countryside splendor.

More than anything, his tunes exalted the allure of his hometown, and other communities he visited during his performances outside of the capital Havana.

His tunes lauded Cuban towns such as Santiago, Cienfuegos, Guayabal, Manzanillo, Varadero, Oriental Maracaibo (no relation to Maracaibo in Venezuela, but to the oriental Cuban rhythm known as changuí during mid-18th century from which the ‘son’ is derived) as well as Havana various neighborhoods.

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Moré’s voice’s versatility allowed him to easily control all type of rhythms. He was unabashed about praising himself for his virtuosity, when performing the guaracha ‘You
choose, and I sing’ written by
Joseito Fernandez.

However, in his voice, boleros attained a style so distinctive and personal that I will venture to say it’s the summit of this genre since its creation 150 years ago in Cuba. (Although Mexicans never get tired of
claiming to be the inventors.)

To listen to songs like, ‘No me vayas a engañar’, ‘Corazon rebelde’, or ‘Conocí la paz’, among other jewels of his extensive repertoire, I assure it is one of the upmost delicious musical experiences of any person who loves boleros.

At the beginning of his career, Moré, recorded with the worldwide acclaimed ‘Matamoros Trio’. With them, he traveled to México returning to Cuba five years later after acquiring a certain amount of fame, not only in México but throughout Latin-America. He solidified his fame after working with the Cuban composer Dámaso Perez Prado inventor of the Afro-Cuban rhythm ‘Mambo.’ The world went crazy dancing mambos during the 1940’s and 50’s.

His return to Havana was preceded by the popularity of his son ‘Bonito y Sabroso.’ This tune gained him the nickname of ‘The Prince of Mambo,’ and opened to him the doors of all Cubans, and the rest of the world’s musical venues.

Part of his legend is his publicly expressed disdain for all the popular orchestras of the time, including ‘La Sonora Matancera.’ This feeling pushed him to create his giant band of more than 40 of the best Cuban musicians of that time, eager to follow the whims and volatility of their capricious conductor.

The orchestra’s main characteristic was the power of its woodwind section, in constant dialogue with the trumpets, clarinets and saxophones, which imbued the unique sound with a contagious energy. The incessant participation of the saxophone in lieu of the tres put Moré’s personal stamp in the execution of ‘montunos,’ although he applied it to most dancing harmonies.

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Part of his legend portrays different versions over the cause of death of this genial performer, the oldest of 18 brothers. Some say it was cirrhosis what took him to his grave, but among Cubans there is another sinister version. It’s said that the artist was the victim of a violent attack in México.

The Cuban exiles contend the attack was performed by the minions of Fidel Castro who ordered the assault after Beny snubbed him as the then-young leader of the Cuban revolution.

Beyond all these legendary clouds around his demise, there is no doubt his music is today an important part of the Cuban people’s musical legacy to humanity, an indelible slice of Cuba’s musical patrimony.

(Translated to English by Eduardo Cerviño)

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Detail of the cover of one of his most popular albums.

Half a century in the life of painter Jorge Chalco

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by Rodrigo Aguilar Orejuela

I met Jorge Chalco twenty years ago. By then, the artist had shown his paintings in galleries and museums in America and Europe. His artistic trajectory had expanded for over three decades. My first impression of the man was that of a simple person. Secure of himself. In control, and grateful for the rewards life had given him through the years of dedication to his art. Chalco was grateful of having had a premonition about the artistic road he should take for the rest of his life.}

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This interview was the first of many held over the years. Chalco was in the final process of an exhibit to take place in Washington, DC, the USA capital. That exhibit’s theme dealt with the dreams, worries, and migratory nightmares of thousands of Ecuadorians during the 1990s. The artist’s own life experiences reflected those of his people. Chalco also had to emigrate. The barrage of emotions he endured during his voluntary period of exile permeated the canvases in that USA exhibit.

The unending corruption, deceit, and carelessness of the Ecuadorian authorities became a pivotal theme in Chalco’s future exhibits. The artist turned into a witness and spokesman of his people’s tribulations, a role he embraced in his next dramatic series entitled, The corrupt. My art against the beast.

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For much of his life, Chalco’s art has dealt with the calamities or sweetness of social events. But, the meaning of the artist’s work is not obvious to the viewer. His primary interest is the artistic composition, the color treatment of his visions. It’s up to the canvas viewer to analyze and interpret through personal discovery of the artist’s intent.

Jorge Chalco was a farmer boy in Gapal, at the time a rural area of Cuenca. On his way to school, the boy would encounter students of the school of arts wearing white aprons. They carried canvases, brushes, color tubes, and other occupational instruments. “I used to look at their work,” said Jorge. “The colors and images fascinated me.”

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Still, the fledgling farmer wasn’t yet aware of the magical influence those casual encounters were planting in his mind. There was little time in the youngster’s life for playing and drawing, but he made time for mischief while roaming through Cuenca’s nearby city streets. This behavior could have made a hoodlum out of Jorge. Sadly, his parents couldn’t understand his aspirations for a different way of life.

With the passing of time, the artist in his soul grew at the expense of the farmer. Both endeavors are noble, but the first fed his spirit as well as his belly. Chalco moved on to the school of art.

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His studies at the art school in the University of Cuenca were decisive in his creative formation, but those were not happy times. His memories of some of the professorial staff are not pleasant. To him, many were not equipped for teaching. He found them egotistic, narrow minded, even envious.

When Chalco was still a student of art, participated and won first prize in a competition organized by the Ecuadorian House of Culture. Jorge did not receive support or congratulations from his professors. Instead, they expressed disapproval of his work, and asked to recant the award. Later, Jorge won First Prize in the Gorivar Gallery of Quito. This was gratifying in the extreme. Soon after, he won another important award from Civil Aviation. It consisted of a month traveling to museums in Spain, France, Holland, Italy, and Germany.

Jorge Chalco was a farmer boy in Gapal, at the time a rural area of Cuenca. On his way to school, the boy would encounter students of the school of arts wearing white aprons.

Six months after returning to Ecuador, the growing star received the National Award Mariano Aguilera. Also, a gold medal as the country’s most important painter of the year. The national and local press media covered this award with great enthusiasm. Professional recognition gave him the opportunity to travel and show his paintings in respected galleries and museums around the world.

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The prolific work of Jorge Chalco does not deal only with the dark aspect of the Ecuadorian society. The artist also relishes the traditional vibrancy of the indigenous culture. It includes popular festivities, carnivals, fireworks, costumes, ancestral mythology, and ceremonies that honor ancient gods. Those deities have resisted the inhumane efforts of the Catholic Church to obliterate a glorious past.

He has not forgotten his younger years walking in mountain towns. Subconsciously he absorbed his ancestral spiritual roots. He helped built colorful paper castles, and figurines made from kaolin he collected on the outskirts of the surrounding hills.

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Those formative years experiences, combined with his adult social awareness, gave birth to the bulk of Chalco’s pictorial iconography. Jorge is a dreamer, with a never-ending curiosity about his surroundings, insatiable thirst for knowledge, and total dedication to his skill. Over the last half century, all this had melded in his mind and gave rise to the genial master painter he is today.

The press and many books had praised Chalco’s virtuosity for years. The following is a summary of such books:

  1. Chalco 1968 to 2006 The Itinerary of an Indefatigable Painter. Text written by the Cuencan author Jorge Davila Vázquez. Published by The Municipality of Cuenca in 2006.
  2. Chalco. A detailed study written by the distinguished art critic from Quito, Hernán Rodríguez Castelo. Published by the Municipality of Quito in 2011.
  3. Jorge Chalco in Perspective. Written by Rodrigo Villacís Molina in 2018. A collaboration between the University of Azuay, the Catholic University of Ecuador, PUCE, Mutualista Azuay, and Diners Club.
  4. Beyond Jorge Chalco’s Drawings. By Spanish art critic José Carlos Arias Álvarez. Published by The House of Ecuadorian Culture Matriz of Quito.

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The above-mentioned recognition received by the artist reinforce our perception, that Jorge Chalco is without a doubt one of the most important painters of the last 50 years in Ecuador, and his name will forever be an indelible part of our nation plastic arts annals.

(Translated by Eduardo Cerviño)

Medio siglo en el arte de Jorge Chalco

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Conocí a Jorge Chalco hace más de veinte años, en una época en que el artista ya había paseado su pintura por galerías y museos de América y Europa. La primera impresión que tuve de él fue la de estar ante un hombre sencillo, seguro de sí mismo, que sabía dominarse y sentía enorme gratitud por lo que la vida le había dado como resultado de su esfuerzo de años, y de haber tenido un día la extraña clarividencia del camino que debía recorrer, el de la creación artística.

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Cuando se dio esa primera conversación, tenía lista una muestra que exhibiría en la capital de Estados Unidos, trabajada en torno al tema que dominó el pensamiento y las preocupaciones, los sueños y las pesadillas, los diálogos y los mutismos asfixiantes de miles de ecuatorianos en las últimas décadas: la migración. En ella, afirmaba el pintor, plasmó lo que había visto y sentido porque también se vio obligado a emigrar, como consecuencia del pésimo manejo gubernamental de las autoridades de entonces, es decir los corruptos de siempre, cuyos motivos y triquiñuelas servirían como eje temático a continuación para otra de sus series, llamada Los Corruptos o Mi Arte contra la Bestia.

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Chalco ha estado siempre encaminado hacia temas de contenido social, condimentados y matizados con ingredientes de nostalgia, ensoñación y ternura. Lo que más le interesa mostrar de su trabajo es la parte artística en sí, a la espera de que el espectador trate de pensar y analizar lo que él intenta transmitir en el lienzo.

Jorge creció como un niño campesino en Gapal, localidad cuencana que entonces era parte de la zona rural. Era habitual en su camino hacia o desde la escuela, encontrarse con los jóvenes de mandiles blancos, estudiantes de Bellas Artes, portando pinceles, espátulas, lienzos, óleos, acrílicos y témperas: “Me quedaba viendo los colores, cómo pintaban, todo eso me atraía”, recuerda. Pero ese niño estaba aún lejos de comprender que cuanto acontecía era una transmisión mágica, un contagio, un influjo inadvertido, el contacto con un designio que con el tiempo fue comprendiendo, vislumbrando, acatando.

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No había espacio para un muchacho inquieto, travieso, que se pasaba dibujando, y cuando no lo hacía se perdía en las calles de la ciudad. Lo más probable era que con semejantes prácticas e inclinaciones terminara por echarse a perder, a convertirse en un malhechor o quién sabe qué cosa peor. Y por eso a sus progenitores les resultaba difícil comprender que no le gustara hacer otra cosa.

A lo largo de más de media centuria, la constancia y el esfuerzo fueron forjando el oficio maravilloso del arte, lo que a la vez le significó la oportunidad de disfrutar de otra de sus pasiones, la de viajar y conocer otros lugares, desde Cuenca y diferentes ciudades del país, hasta Norteamérica, Europa, el Lejano Oriente y África, exponiendo en las mejores salas y galerías.

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Aunque su paso por la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Cuenca fue decisivo en su formación artística, no son precisamente gratos los recuerdos que guarda de sus maestros. Cuando ganó un premio en un certamen convocado por la Casa de la Cultura, en vez de apoyar y felicitar al estudiante destacado y talentoso, estos querían que lo devolviera, con el argumento de que no lo merecía. En esa misma época gana también un primer premio en Quito, en la galería Gorívar, y otro premio importante de la Aviación Civil, para visitar los más importantes museos de España, Francia, Holanda, Italia y Alemania. Seis meses después, a su retorno, gana el Gran Premio del Salón Nacional “Mariano Aguilera”, y una medalla de Oro como el Pintor Más Importante del Ecuador.

Cada una de las series creadas y pintadas por Jorge ha surgido de su propia experiencia vital, de sus vivencias, de sus reflexiones, preocupaciones e inquietudes sociales, humanas. En la escuela primaria aprovechaba siempre las horas del recreo para ir con sus amigos a la ciudad, recorrerla, conocerla. Su curiosidad se explayaba en la contemplación de los castillos en los festejos populares, los compadres, los charlatanes y adivinos que concitaban la atención de transeúntes y compradores en la plaza de San Francisco, los globos de los festejos del Septenario, la quema de castillos pirotécnicos, las fiestas parroquiales.

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En las vacaciones, en cambio, recorrían las montañas y poblaciones aledañas, ansiosos por conocer y sentir, por vivir, o se ponían a elaborar también castillos y globos empleando como material el abundante ceraturo o caolín que obtenían en las faldas de los cerros. Sin percatarse, todo eso fue penetrando en sus inclinaciones, llenando su mundo, construyendo su propio imaginario, que años después afloraría ahíto de color y formas en sus cientos de cuadros.

PEN Public Chalco

Durante los años 2018 y 2019, hasta poco antes del inicio de la pandemia, diferentes entidades de las principales ciudades del Ecuador participaron de una serie de homenajes de reconocimiento a su trayectoria, a su medio siglo de incansable actividad artística, en virtud de la cual está considerado hoy uno de los principales exponentes del quehacer pictórico cuencano y ecuatoriano.

El libro Chalco entre dos siglos, próximo a ser publicado, se suma a una lista de publicaciones que han venido acompañando la carrera del artista en diferentes épocas, testimonios de su trayectoria y evolución: Chalco 1968-2006: Itinerario de un Pintor Incansable, con un estudio del escritor Jorge Dávila (2006); Chalco, con un estudio de Hernán Rodríguez (2011); el tercero, Jorge Chalco en Perspectiva, de Rodrigo Villacís, publicado en 2018; y Más allá del dibujo de Jorge Chalco, del crítico español José Carlos Arias.

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Cabe hablar, en suma, de un vínculo con el arte que data de por lo menos 60 años, cuando era apenas un guagua campesino que se extasiaba contemplando a los estudiantes de arte que pintaban en sus cuadros las riberas del Tomebamba o del Yanuncay, dos de los mágicos y legendarios cuatro ríos cuencanos entre los cuales fue creciendo, soñando, creando, hasta haber hecho de su nombre uno de los mayores referentes del arte plástico ecuatoriano de la última media centuria.

(Fotografía de portada: Galo Carrión)